Desde aquel éxito inicial con el que fueron editados los resultados de su tesis doctoral (Inventing the Barbarian: Greek Self-Definition through Tragedy, 1989), Edith Hall ha publicado un número muy importante de libros sobre tragedia griega; sus ensayos han atraído siempre la atención de los especialistas, no solo por su erudición sino por su profunda y sensible mirada sobre el género. De ello, y del acierto de tan sugestivo título, se derivan las manifiestas expectativas por esta nueva obra, aun cuando se nos advierta desde un comienzo sobre su índole singular. Y es que no estamos aquí frente a un trabajo de filología clásica, sino más bien frente a un trabajo autobiográfico, en el que la autora cruza su oficio de investigadora y su conocimiento del drama con su historia y sus “Furias” familiares. Estamos decididamente frente a una obra personal, íntima, hecha —podría decirse— a “corazón abierto”. Por ello, las relaciones con los textos de la Antigüedad tienen en el volumen un carácter general y más bien experiencial, y todo aquel que se aventure en búsquedas más específicas (o especializadas) puede sentirse insatisfecho con su lectura.
Las conexiones de la tragedia griega con el tópico del suicidio —como demostrara hace casi dos décadas el enfoque sociológico de Elise P. Garrison (Groaning Tears: Ethical and Dramatic Aspects of Suicide in Greek Tragedy, 1995)— son evidentes; con todo, Hall propone aquí una mirada diferente, definida por el carácter autobiográfico de su escrito, y por el modo en que sus reflexiones, inspiradas en el espíritu catártico del género, desvían el foco del agente suicida para centrarlo en el de los dolientes “espectadores” de ese tipo de muerte.
Tras la introducción, en que se expone la génesis del libro (escrito durante la pandemia COVID-19), a lo largo de ocho capítulos asistimos a una suerte de viaje interior, una verdadera catábasis que acompaña el periplo de la autora por el sur de Escocia para indagar en su genealogía materna. Los tres primeros capítulos (1. “Beginning the Journey: Ancestral Curses”; 2. “Who is Damaged by Suicide?”; 3. “Voices from Greek Tragedy: Sing the Song of Sorrows”) proponen algunas cuestiones generales, tales como el silencio tabú y el efecto de miasma que se ha asignado y se asigna al tema del suicidio, o su íntima asociación con la figura trágica de las Erinias. Los cuatro capítulos siguientes (4.“The Great-Grandfather’s Tale”; 5.“The Grandmother’s Tale”; 6. “The Mother’s Tale”; 7. “The Author’s Tale”) son los más personales; desnudan, ya desde el mismo paralelismo de sus títulos, el sino familiar suicida presente en las sucesivas generaciones, desde la muerte del bisabuelo materno hasta las propias crisis depresivas de la autora. En un intento por exorcizar esta suerte de “maldición familiar”, en el último de los capítulos (8. “The End of the Journey: Let Good Prevail”), el más breve de todos, Edith Hall hace coincidir el final de su viaje con el epílogo de su escrito, una obra que intenta ser reparadora de los difíciles lazos de philía que rodearon su vida, expresando a su vez el anhelo de que la tragedia griega encuentre un lugar en la discusión (privada y pública) del suicidio.
Desde el comienzo la autora se adentra en el mito de Agamenón, que entroniza la figura dramática de las Erinias y la habilita a bucear en lo que percibe como una suerte de maldición heredada. Partiendo de la temprana empatía que estableció con el mundo antiguo y la tragedia griega, procura entender de qué modo en su vida los vínculos han quedado marcados por una sucesión de muertes autoinfligidas y por el silencio tabú (cuando no punitivo) impuesto en torno a ellas. Es en la primera parte —especialmente en los capítulos 2 y 3— en que más presentes están las fuentes antiguas (y algunos de los debates contemporáneos) sobre el tema. Hall se opone a la mirada filosófica de Hume, que entiende que el suicidio no comporta un daño social, y reivindica, en cambio, a Aristóteles y la perspectiva clásica, por su consciencia de la pena que el suicida puede infligir a los miembros de su familia. En tal sentido, la tragedia griega, donde el suicidio cobra especial prominencia, ofrece una respuesta a su juicio más satisfactoria que la filosofía, al exponer los roles y responsabilidades que quedan truncos cuando alguien toma la decisión de quitarse la vida. Sin omitir la perspectiva sociológica de Durkheim, Hall polemiza aquí (y otros lugares del libro) en torno al posible efecto “contagioso” de la acción suicida, un efecto del que se deriva la conexión intergeneracional con las maldiciones y las Furias.
La tragedia (en especial la tragedia euripidea) está presente en esta primera parte (e.g. Hipólito, Suplicantes). Pero es sobre todo en el decurso personal de los capítulos 4 al 7 en que la autora recupera estas fuentes, y las asocia: con el destino de su bisabuelo y la cuestión de las honras fúnebres que merece un suicida (Sófocles. Áyax, c. 4); con el infortunado matrimonio y la pérdida filial que conducen al suicidio de su abuela (Sófocles. Antígona, Traquinias, c. 5); con la dudosa supervivencia de su madre a la “maldición” de su estirpe (Eurípides. Alcestis, c. 6); con sus tempranos padecimientos depresivos (Sófocles. Filoctetes; Esquilo. Agamenón; Eurípides. Heracles, c. 7). Mientras las narrativas cristianas condenan al suicida y muestran poca compasión o confortamiento para sus deudos, la tragedia es reivindicada desde ese lugar terapéutico; en particular, Eurípides es considerado el poeta más optimista, por su concepción temporaria de los impulsos suicidas y la mirada más esperanzadora y humana de sus dramas. Profundas angustias y temores personales afloran sobre todo en el penúltimo de los capítulos, en una confesión que deja ver el peso agobiante de una herencia (biológica y cultural) con la que Hall ha debido convivir.
Las reproducciones y fotografías en la obra están ligadas en general a la historia de la autora, y cobran sentido dentro de ella; son resultado de una indagación que representa a la vez una suerte de homenaje a su linaje sobreviviente. Hall insiste en la importancia terapéutica de instalar el tema del suicidio, en rechazo al silencio del que se ha investido esta muerte. El “miasma psicológico” que lo rodea parece tener por base la idea del contagio (hablar de suicidio contribuye a instalar la tendencia suicida), sin permitir diferenciar tampoco entre la ideación y la acción subsiguiente, una diferenciación que se remarca hacia el final del volumen.
El trabajo con las fuentes, dada la índole del libro, constituye un problema, lo que se traduce en cierta disparidad de criterio. Las referencias a fuentes antiguas, a excepción del drama, son más precisas; muchas de ellas, como se aclara (n 1, p. 205), están inspiradas en el trabajo exhaustivo de Anton van Hooff (From Autothanasia to Suicide: Self-Killing in Classical Antiquity, 1990). En cambio, los pasajes trágicos son evocados más bien desde la memoria (no hay indicación de versos para las extensas partes de los dramas que se citan en traducción propia). En un sentido diferente, la inclusión de notas solo al final de párrafo también representa un problema, ya que esta ubicación suele derivar en comentarios de contenido variado, o cuya pertinencia no siempre es clara (e.g. n. 16, c. 3).
El volumen cierra con la sección final de notas, la bibliografía, los agradecimientos, y un índice naturalmente ecléctico (al igual que la bibliografía), que incluye sobre todo nombres propios y títulos de obras. Sorprende un poco, en esta disposición, el contenido de los agradecimientos, en el que Hall incluye el texto del blog con el mensaje de la despedida final a su padre, fallecido durante el proceso de edición del libro.
Es difícil realizar un juicio sobre esta publicación. Sin duda, su valor no puede buscarse en la reafirmación de la autoridad de quien lo escribe, ni en la accesibilidad de los textos que comenta. Más bien radica en una apuesta al poder sanador de la escritura. Y en alguna medida, en el modo en que las historias parentales dejan ver el trasfondo de los profundos cambios sociales, políticos y culturales que tuvieron lugar a lo largo del s. XX. Así, a través de una mirada íntima que dibuja una historia familiar de suicidios —como en una suerte de maldición heredada— emerge el impacto de las variables históricas sobre la vida de sus protagonistas: desde la Segunda Revolución Industrial y la Primera Guerra Mundial a la caída del muro de Berlín; desde el peso de los diferentes credos religiosos personales a la fuerte impronta del patriarcado en la sociedad británica.
No caben dudas del carácter tabú que ha tenido (y continúa teniendo) el tema del suicidio. Que una estudiosa del prestigio de Edith Hall se atreva a indagar en su historia familiar, poniendo al desnudo los monstruos que la han acechado, merece pensarse en su valor terapéutico pero también inspirador. Pues si de algo no cabe duda es de la necesidad de instalar este tema, de dejar hablar a las estadísticas reales, y sobre todo, de recuperar lo que el mundo antiguo puede decirnos hoy, más allá de la academia (o gracias a ella).