“¡Ay de la ruina general de la ecúmene!”, apuntó el rétor Libanio de Antioquía (314-393) al conocer la muerte del joven emperador Juliano, a quien Libanio dedicó varios escritos. La ruina general que mencionaba, o que temía, no era otra que la ruina del Imperio Romano, gran desastre para el rétor de Antioquía pero también para otros escritores del siglo IV. El temor a la decadencia del Imperio fue tema que preocupó a escritores de ámbito diverso—territorial, religioso, temático—desde el siglo II. La ingente obra de autores que han escrito sobre la ruina, crisis, decadencia, desplome o “caída” del Imperio Romano, fue importante desde entonces hasta siglos después, y podría decirse que su eco no ha cesado, y que el tema además recobró fuerzas en diversos momentos de la historia de Europa. Esta “caída” no ha dejado de estar presente en el foco de los historiadores de la Antigüedad, en particular de la Antigüedad tardía, y de la Temprana Edad Media. De ahí la oportunidad de este libro.
Con el objetivo de revisar “las tendencias historiográficas que subyacen en las interpretaciones que han explicado el fenómeno y el periodo tradicionalmente denominado como fin del imperio romano” (Romero Recio, p. 7), este libro reúne un conjunto de estudios que analizan la historiografía sobre el tema desde el siglo II al XXI. Aunque no es tarea fácil exponer tan amplio panorama temporal, el libro está organizado de tal manera que ofrece una muestra coherente de los caminos de la historiografía sobre el tema. El libro presenta dos partes muy bien equilibradas, con seis estudios en cada una de ellas; en la primera parte se enfoca la obra de escritores de los siglos finales del Imperio, y en la segunda la forma de explicar el final de Roma por parte de filósofos, historiadores, pensadores o teólogos desde el siglo XVI.
Si la estructura del libro es impecable, habría que preguntarse por el fondo de la cuestión que el libro se propone: ¿responden los artículos al objetivo de hacer una revisión de la historiografía sobre la caída del Imperio Romano occidental?, o antes de responder a esta pregunta, ¿tiene sentido analizar la historiografía de la “caída” de Roma? ¿No es un tema demasiado manido?
Sin ninguna duda, aún quedan aspectos discutibles que, como señala Santiago Castellanos, están “lejos de cerrarse” (p. 176). Por lo tanto, parecía necesario “hacer un alto en el camino para reflexionar sobre lo que se dijo, lo que se ha venido sosteniendo y lo que se está afirmando en la actualidad” (Romero Recio, p. 7). La selección de trabajos incorporados es muy oportuna, aunque, como es normal en los “modernamente” denominados estudios “corales”, no todos los trabajos contribuyen al equilibrio perfecto del objetivo principal. Si los estudios de la primera parte responden muy bien a ese objetivo, no todos los de la segunda parte lo consiguen.
Desde finales del siglo II aparece el tema de la decadencia de Roma en los escritos de los Padres de la Iglesia, y pronto en otros autores. Desde Tertuliano a finales del siglo II hasta Jordanes en el VI muchos escritores dejaron sus huellas sobre la percepción del desplome de Roma, y sobre el panorama que vivían y temían que acabara en desastre. Como si de un desfile se tratase, van pasando por los ojos del lector prácticamente todos los autores que escribieron del tema en esos siglos. Comienza Pedro Barceló con un análisis de Amiano Marcelino, que en el siglo IV veía la amenaza que representaban los bárbaros y exponía la necesidad de que apareciera un emperador capaz de frenar el proceso de deterioro. Continúa Elena Muñiz con una aportación sobre “Libanio y la crisis de la civilización” en la que estudia aspectos fundamentales de la obra de este rétor del siglo IV, y los relaciona con otros autores, Amiano Marcelino, Zósimo, Olimpiodoro, abandonados “en manos del pesimismo más descarnado” y en los que se encuentran “argumentos apocalípticos”, que utilizó Libanio de forma variable a lo largo de su vida. El análisis de Elena Muñiz es especialmente interesante, pues lo hace partiendo de la perspectiva de “establecer una correlación entre el contexto propio de cada obra, la situación personal del autor y la importancia que otorga a cada uno de los tópicos” (p. 37); de ahí que Libanio fuera cambiando su exposición de las causas de la crisis: de la penosa situación de las curias, pasó a considerar la crisis religiosa, de las formas de gobierno, de la educación, de justicia, militar, y de valores.
El final de Roma se ha venido atribuyendo, de forma general, a dos factores fundamentalmente: la llegada de los germanos y el triunfo del cristianismo. Sobre esos dos factores versan dos artículos de la primera parte de este libro: Incessabiles Lacrimas Fundens y Chistianorum Meritum. Josep Vilella, en el primero de ellos, hace una minuciosa descripción de algunos testimonios de autores cristianos que padecieron la llegada de los pueblos germanos a Hispania a comienzos del siglo V, y sus actitudes y respuestas a la llegada. Haciendo un repaso por escritores y personajes tan significados como Orosio, Idacio o Severo de Menorca entre otros, Vilella apunta la gran calamidad que representó para los eclesiásticos hispanos, aunque Orosio dio muestras de vislumbrar alguna luz en la desgracia. En Chistianorum Meritum, Jaime Alvar y José María Blázquez estudian un aspecto concreto sobre las causas de la “caída”: la inculpación a los cristianos. Su trabajo es muy sugerente porque se ocupan de un tema al que recientemente no se le prestaba atención en los estudios sobre el final del Imperio, con la intención de “comprender por qué el cambio de paradigma ideológico… permitió a sus protagonistas reflexionar acerca de lo que estaba ocurriendo y situar en la cuestión religiosa la explicación de los fenómenos que se estaban viviendo” (p. 76). Partiendo de Tertuliano, probablemente el primero que tuvo que defenderse de las acusaciones a los cristianos, hay un recorrido por acusaciones y defensas en el que desfilan autores muy conocidos como Zósimo (acusador) y Agustín (defensor), y otros menos famosos, pero que tuvieron un papel no despreciable como Demetriano (acusador) y Arnobio de Sica (defensor).
Alvar y Blázquez terminan su estudio con un apartado que titulan “el resurgimiento de la inculpación”, en el que resaltan el papel de un autor fundamental en la historiografía del tema, Gibbon, a quien consideran arrastrado por los autores renacentistas. A algunos autores renacentistas y a Gibbon se dedican dos de los estudios de la segunda parte de este libro. Clelia Martínez Maza expone la recuperación del tema por autores de la etapa renacentista, enfoca el momento crucial de la división de la Iglesia promovida por el protestantismo, y destaca el papel de Philippe de Mornay du Plessis (1549-1623). El gran divulgador de la inculpación cristiana, Edward Gibbon, merece lógicamente atención en este libro. Se ocupa de él Mirella Romero que, probablemente dando por sentado que su obra es bien conocida, ha puesto el foco de su exposición sobre los caminos que llevaron a su conocimiento en España, donde fue publicada con cierto retraso (el primer volumen de la Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano no salió hasta 1842): la autora explora el papel del traductor, José Mor de Fuentes, y del editor, Antonio Bergnes de las Casas, e introduce aspectos inéditos e interesantes sobre su influencia en la difusión del tema en la España del siglo XIX.
No faltan estudios sobre la historiografía de los siglos XX y XXI. Dos de ellos llaman especialmente la atención por su forma contrapuesta de acercarse al tema. Mientras que Santiago Castellanos expone de forma sucinta y clara los aspectos fundamentales de lo que él llama el boom de los estudios de la Antigüedad tardía, no tanto de la “caída” de Roma, María Victoria Escribano utiliza una erudición prolija, con la que muestra su extraordinario conocimiento del tema, y de la bibliografía 1; por eso quizás no quiera dejar nada en el tintero, aunque esta metodología de trabajo corre el peligro de que, al no dejar nada fuera, “los árboles no dejen ver el bosque”. Santiago Castellanos, en “Contar el final de Roma, los contemporáneos y nosotros” enfoca las razones esgrimidas por los autores que han defendido la idea de ‘caída’ estrepitosa del imperio y las de aquellos que han sostenido la idea de continuidad de las instituciones romanas en los primeros siglos de la etapa medieval. La amplitud de la historiografía sobre todas las propuestas causales lleva al autor a estrechar más el foco, y revisar solo algunos de esos planteamientos, siguiendo “una suerte de juego de conexiones entre los textos, es decir, los contemporáneos, y nosotros ”, entendiendo por contemporáneos a quienes vivieron en torno al tiempo de la caída de Roma. Con este objetivo el autor repasa los autores de la Antigüedad Tardía que no debieron de considerar importante la caída cuando su eco no generó mucho “ruido”. El gran “ruido” de la caída sobrevino mucho después, en la época moderna, y fue el resultado de una inmensa producción historiográfica, tan abrumadora que lleva a Castellanos a centrarse en los debates sobre los bárbaros, “laboratorio historiográfico”, por el que mejor se percibe “hasta qué punto los nacionalismos, las guerras contemporáneas o la geopolítica influyen en la investigación académica”.
María Victoria Escribano en “¿Decadencia romana y Antigüedad tardía?”, comienza afirmando que “el debate historiográfico sobre el final del Imperio romano es en buena medida una discusión sobre la utilidad de las periodizaciones”. En coherencia con esta idea, su argumentación se centra en la historiografía del siglo XX, en particular en la construcción de la categoría cronológica e historiográfica de Antigüedad Tardía, considerada hoy disciplina o campo de estudio a compartir por historiadores de Historia Antigua y de Historia Medieval. Esta categoría cronológica es principalmente un “producto de la erudición anglo-americana de las dos últimas generaciones”, y es, en buena medida, resultado de la respuesta a la obra de Gibbon, ejemplo de la historia política, institucional y militar contra la que se reaccionaba. La profesora Escribano coincide con el profesor Castellanos en las citas de historiadores, grandes figuras de la historiografía de nuestro tiempo, como Arnaldo Momigliano, Peter Brown, Clifford Ando o Chris Wickham. Ambos utilizan la expresión caduta senza rumore fabricada por Momigliano para referirse al silencio de los historiadores coetáneos de la “caída”, y que difiere del estruendo de los historiadores de tiempos recientes que la han convertido en cadere rumorosamente. Al seguir la tendencia tradicional de estudiar el mundo antiguo y el renacer del interés por la Antigüedad desde los humanistas del XVI, resulta demasiado notorio el hiatus de los mil años de Edad Media, algo que he de apuntar como medievalista. En efecto, en esos siglos también se revisitó el tema de la “caída”, pero de los autores citados en el libro solo Jordanes, cronista de tiempos de Justiniano, podría incluirse en la etapa medieval. La coordinadora de este libro ha seguido, en buena lógica, la tendencia historiográfica general que no contempla el dictamen de los autores que desde hace casi un siglo han venido apuntando los vínculos estrechos de la Edad Media con la Antigüedad, vínculos más fuertes probablemente que en ningún otro momento de la historia, hasta el punto de que “en cada siglo, en cada generación, de Sidonio Apolinar a Guillaume Budé,” como indica Pauphilet, “la Edad Media se definió por su grado de comprensión de la Antigüedad”.2
El libro deja, pues, caminos sin recorrer, al tiempo que abre senderos que invitan a adentrarse por ellos para descubrir lo que pueda haber en ellos. Libros como éste son útiles para la investigación, ya que ayudan a alumbrar huecos oscuros que precisan de más investigación y a revelar lo que ya está muy estudiado para evitar redundar en asuntos muy manidos.
Hace unos años el historiador José Fontana ponía de manifiesto las distintas tendencias a la hora de explicar la crisis del Imperio Romano, y contraponía la tesis tradicional de la llegada de los germanos como causa de la “caída”, a otra más reciente que la explicaba por la corrupción política del Imperio. Esta segunda tendencia dejaría a los partidarios de la explicación tradicional “en una situación que les haría aplicables los versos que en un poema de Kavafis pronuncian el emperador y los senadores que han estado esperando en vano la llegada de los bárbaros y se retiran angustiados al saber que ya no se les ve por ninguna parte:
“¿Qué será de nosotros, ahora, sin bárbaros?
Porque hay que reconocer que estos hombres resolvían un problema.” 3
Los bárbaros no solucionaron el problema de la “caída” del Imperio Romano a los senadores, y los historiadores no han cejado en su empeño de enfrentarse a él y buscar razones para explicarlo.
Notes
1. Buen ejemplo es la mención de la obra de Peter Brown, Through the Eye of a Needle: Wealth, the Fall of Rome, and the Making of Christianity in the West, 350-550 AD, Princeton, Septiembre 2012, que acababa de salir cuando se elaboraban los trabajos de este libro.
2. Albert Pauphilet, Les legs du Moyen Age, Melun, 1950, p. 106.
3. José Fontana, Europa ante el espejo, Barcelona, 1994, p. 25.