En la cultura europea realmente es Platón quien, en la plenitud de su genio, fue el primero que intentó profundizar en los orígenes de los minerales ( Timeo 365-369); sin embargo, solo le desplegó una teoría general. No sabemos si, poco después, el Lapidario que algunos atribuyen a Aristóteles,1 estaría en la línea de las ideas Platón sobre las piedras. En todo caso la atribución aristotélica es apócrifa, pues, en efecto, en la relación que ofrece Diógenes Laercio ( Vit. Phil. 5. 22-27) de las obras de Aristóteles, no encontramos un Περὶ λίθων,2 título que sí aparece en el elenco de las de Teofrasto. Esta obra, aunque inspirada en la idea de la ciencia aristotélica, es una investigación original ab initio. El autor se propuso se propuso realizar una obra magna dedicada a la física natural (Περὶ φυσικῶν), de la que formaban parte, al menos, tres pequeños tratados: Sobre las piedras (Περὶ λίθων), Sobre los vientos (Περὶ ἀνέμων) y Sobre el fuego (Περὶ πυρὸ); textos que se complementan con sus estudios, igualmente pioneros, sobre botánica, Περὶ φυτικῶν ἱστοριῶν y Περὶ φυτικῶν αἰτιῶν. El tratado sobre las piedras no es una excepción en su obra, sino un capítulo de su ambicioso plan “científico”, pionero en su tiempo, que iluminó los albores de la ciencia griega en materias que hoy consideraríamos ciencias físicas y biológicas, para hablar con propiedad, que ya en época antigua tuvo algunos epígonos: el Περὶ λίθων de Teofrasto sirvió de inspiración para Estratón de Lámpsaco y Posidonio, cuyos Lapidarios desgraciadamente se han perdido.
La concepción de este precioso escrito de Teofrasto únicamente se entiende, en su contexto cultural e histórico, por dos circunstancias extraordinarias cercanas en el tiempo: el espíritu científico aristotélico y la presencia de macedonios y griegos en Oriente en la expedición de Alejandro.
La expedición oriental del macedonio, incluyendo la exploración de la India, abrió con toda seguridad la puerta a un mundo nuevo a los griegos: el de los cristales, las piedras duras semipreciosas y las rocas ornamentales. Y también la necesidad de estudiarlas, como hace Teofrasto en esta obra, escrita con toda probabilidad en 310, según Amigues (p. X).
Las culturas del Bronce Egeo (micénicos y minoicos) conocen ya piedras semipreciosas, que se utilizan ensartadas en joyas, o que se tallan dando forma a pequeños jarros rituales, o con las que se fabrican sellos.3 También se conocen las piedras ornamentales en el mundo griego arcaico,4 y luego en el clásico (siglos V-IV), perfeccionando el arte de la incisión artística en pequeñas piedras de anillo donde se graban retratos o figuras mitológicas.5 El problema es que no tenemos noticia, aparte de la citada referencia de Platón, Timeo, 365-369, de la procedencia de estas piedras. Pudieron llegar a Grecia por las relaciones de griegos con el Oriente mediterráneo (Fenicia),6 o bien por los contactos con los persas,7 o bien por el comercio con Egipto, donde había una tradición secular de uso de piedras en joyería, pequeñas esculturas y otras piezas de lujo.
Lo verdaderamente importante de la expedición de Alejandro a la India y a las regiones de Bactriana (aproximadamente el actual Afganistán e Irán) es el descubrimiento de las mayores minas de piedras preciosas de la Antigüedad, hasta que se descubrieron las del Sinaí y de la costa del Mar Rojo, explotadas sistemáticamente en época romana. De ello da testimonio Arriano en su obra Periplo del Ponto Euxino, 39, donde habla del comercio de la piedra turquesa y el lapislázuli. Se observa en la época helenística un verdadero aumento exponencial del uso de piedras preciosas en todo el mundo antiguo. Y creemos que este incremento de la circulación de piedras de lujo condujo a la necesidad de estudiarlas o sistematizarlas, a indicar dónde están las minas, o a explicar cuáles son sus propiedades, como hace Teofrasto. Es en este momento inmediatamente post-alejandrino, y no en otro, cuando, a la luz de las enseñanzas del Liceo con el maestro Aristóteles y luego con su epígono Teofrasto, nacen los Lapidarios como parte de las ciencias de la naturaleza; de ahí la extraordinaria importancia de la obra de Teofrasto, que es la primera sobre el tema en la cultura occidental.
Plinio el Viejo, en su Naturalis Historia, ya hace referencia a la importancia de la expedición de Alejandro para el conocimiento de las gemas, de las que está informado Teofrasto: sicut olim in metallis aurariis Lampsaci unam inuentam, quae propter pulchritudinem Alexandro regi missa sit, auctor est Theophrastus (Plin. N.H. 37. 193), pasaje citado y comentado por Amigues (p. 62). Hay que recordar también la noticia de Focio, Bibl., cod. 249, 441 b, donde dice que Aristóteles, deseoso de conocer los fenómenos naturales de Egipto, “le pidió a Alejandro de Macedonia que enviara a estas regiones observadores” para que comprobaran con sus propios ojos los fenómenos naturales en los que Aristóteles estaba interesado. Otro tanto pudo suceder con la expedición a Oriente. Es el propio Teofrasto quien en su obra Caracteres, 23.3, hace hablar a un hombre que presume de haber participado en una expedición con Alejandro, comentando lo bien que lo trataba el rey y de las muchas copas con incrustaciones de piedras preciosas que trajo (λιθοκόλλητα ποτήρια ἐκόμισε). Y añade que, en este tipo de trabajos, “los artesanos de Asia superaban con mucho a los europeos” (καὶ περὶ τῶν τεχνιτῶν τῶν ἐν τῇ Ἀσίᾳ, ὅτι βελτίους εἰσὶ τῶν ἐν τῇ Εὐρώπῃ, ἀμφισβητῆσαι). El fragmento es comentado por Amigues (pp. 64-65). Sobre la información que obtiene Teofrasto de la expedición oriental de Alejandro en relación con el conocimiento y estudio de las piedras, vid. Amigues, pp. 66-68, 70, 82, 86.
Pierre Chantraine,8 al comentar la voz relativa a la perla, que era considerada un mineral por Teofrasto (citado por Ateneo, Deipnosophistae, 93 a-d), indica que “les Grecs, qui ont connu la perle par l’expédition d’Alexandre, ont dû la rencontrer d’abord en Iran”. Lo mismo ocurre con la piedra turquesa, conocida en Bactriana por los observadores que viajaban con Alejandro, como por ejemplo Chares de Mitylene (que escribió una Historia de Alejandro, hoy perdida) o Andosthenes de Thasos (que escribió un libro titulado Navegación a lo largo de las costas la India), según Ateneo ( loc. cit.). Fueron estos “exploradores y observadores de primera mano” los que contaron a Teofrasto todas estas noticias sobre las piedras, como asegura el propio Ateneo, aunque Teofrasto no los cite.
El texto griego, y la versión francesa, en páginas enfrentadas, como es regla obligada en esta prestigiosa colección de textos clásicos, lo tenemos en las páginas dobles 1-22.
En la Introducción, que es el capítulo I, Teofrasto nos introduce en el mundo de los minerales hablando de su utilidad, de la génesis de los principales, según diversos autores, así como el uso práctico de más corrientes, como los carbones fósiles destinados a la combustión, y así como un repaso sumario a los orígenes de las principales minas conocidas en su época.
Esta particularidad de algunos minerales fósiles (la combustión) es desarrollada en los siguientes capítulos (§ 9-19). Y los siguientes (§ 20-22), a la piedra pómez.
En los capítulos §23-27 habla –con demasiada brevedad, para nuestro gusto– de las piedras semipreciosas, a veces, dice, de dimensiones extraordinarias y con propiedades físicas y empáticas no menos extraordinarias. En el mismo sentido habla en §28-29 de la “orina de lince” transformada en un cuerpo sólido, mineralizado, basándose en una opinión u obra de un tal Diocles. Entre las piedras destinadas o proclives para hacer con ellas sellos o gemas, Teofrasto cita (en § 30), el topacio, la antracita, la “uva verde” (sobre esta extraña piedra vid. el comentario en p. 61 nota 12), el cristal de roca, la amatista, todas ellas apreciadas por su transparencia, y la piedra sardónice, en sus distintas variedades. Completan estas ideas sobre las piedras ornamentales la mención de otras piedras que destacan por su color o su translucidez. Son descripciones de materiales, dureza o variedad de color, pero Teofrasto de ningún modo relaciona estas piedras semipreciosas con las divinidades, ni con los planetas, ni se refiere a su uso como amuletos, como hacen muchos Lapidarios posteriores bien conocidos.9 La obra de Teofrasto es la de un naturalista, de un observador de la física mineral, no es un mitólogo.
En § 33-38 Teofrasto hace un recorrido geográfico aludiendo a las piedras que se pueden encontrar en su propio país (Grecia) y, por contraposición “en lugares lejanos”, y pone el ejemplo de África. Esa exploración le lleva a describir las perlas y otros materiales duros o sustancias sobre las que elucubra si son o no minerales, como el coral o el “marfil fósil”. En § 39-47 habla de las piedras imantadas y de su uso.
El resto de la obra, § 48-60 habla de “los minerales blandos”, es decir de los diversos tipos de tierras: el cyanos de donde se extrae el ocre, diversos sulfuros (cinabrio), incluyendo unas ideas sobre el mito del origen del mercurio, así como diversas tierras final o polvos que se usaban, por ejemplo en la pintura. Y concluye explicando en qué consiste el gypsum, su naturaleza, sus minas, su uso y su propiedad específica de “retener dentro el fuego”, un fuego que puede salir bruscamente por accidente (Teofrasto cuenta el caso de un cargamento de ropa que ardió súbitamente al contactar con esta piedra).
Se trata, pues, de un discurso descriptivo y explicativo, aunque nunca demasiado extenso, sobre los principales minerales, piedras duras (preciosas o no), cristales, y piedras fósiles, carbones y tierras de los que los griegos de finales del siglo IV tenían información, por tenerlos examinados o en sus propios territorios, o tener noticias de ellos en tierras lejanas. Obviamente este opúsculo sobre las piedras tiene mucha menor extensión y entidad que la obra que Teofrasto dedicó a las plantas.
Si la traducción francesa es importante –aunque, como dijimos, no es la única de que dispone el lector actual en una lengua moderna– no menos relevante es el Comentario (pp. 25-101), extenso, como se ve por el abanico de páginas, de un texto apretado, impreso en letra demasiado pequeña, denso por la minuciosidad de las disquisiciones, preciso e incisivo hasta los mínimos detalles lexicográficos, donde se buscan paralelos en otros autores (principalmente al comparar los nombres de las piedras y su identificación), como ocurre a menudo con Plinio y los libros 36 y 37 de su Naturalis Historia que es, en cierto modo, un colofón enciclopédico, en el siglo I d.C., de lo que los antiguos sabían sobre las piedras y los minerales. Este extenso aparato crítico es un tesoro para quienes estudien, en la obra de Teofrasto, o de otro autor, las propiedades de las piedras mencionadas. Es de justicia reconocer a la autora el esfuerzo filológico realizado.
La editora ha manejado las principales ediciones anteriores, que recoge en pp. XIX-XX, y se aprecia cuánto debe al libro de Eichholz.10 Esta edición no debe ser olvidada, pues en muchos casos –apuntados por la propia Amigues en las notas críticas– hay discrepancias en la fijación de algunos términos (nombres de minerales, principalmente). Tanto Eichholz como Amigues ahora, han trabajado teniendo presentes los principales códices y las primeras ediciones críticas impresas ( vid. p. XXI). Si cabe, la presente versión está más pulida –con notas críticas y culturales más extensas y prolijas, no limitándose a indicar las variantes léxicas de los distintos manuscritos–, pues no en vano han pasado más de 50 años desde la edición de Eichholz, y en ese intermedio han surgido bastantes estudios sobre la mineralogía antigua y en particular la obra de Teofrasto. La autora se apoya justamente en los léxicos y diccionarios etimológicos, pues los términos de la obra, los nombres de los minerales y de las piedras, o los detalles de sus características no corresponden al lenguaje griego común, sino que tiene un léxico específico, como lo tienen entonces y ahora las ciencias de la naturaleza.
No habría estado de más el haber insistido en que las obras de Teofrasto, incluido los trabajos menores, como el Περὶ λίθων, fueron en época moderna traducidos al latín. La autora ha descuidado un poco las citas bibliográficas de estas obras de los siglos XVI-XIX, mencionándolas de forma abreviada, cuando hubiera costado poco dar el detalle. A modo de ejemplo, la autora cita la obra de Daniel Heinsius (1580-1655), que en realidad se titula ΘΕΟΦΡΑΣΤΟΥ ΤΟΥ ΕΡΕΣΙΟΥ ἍΠΑΝΤΑ. Theophrasti eresii Graece & latine opera omnia Daniel Heinsius textum graecum locis infinitis partim ex ingenio partim e libris emendauit hiulca suppleuit, male concepta recensuit interpretationem passin interpolauit; cum indice locupletissimo. Este es un libro publicado en 1613 en Lyon ( Ludguni Batauorum ex typographio Henrici ab Haestens impensis Iohannis Orlers) y no en Leiden como indica la autora en páginas XIX y XXI. E igualmente habría que mencionar a los traductores latinos del resultante De lapidibus, que en la obra mencionada de Hensius (el tratado sobre las piedras estás en páginas 391-401) corresponde a Daniele Furlano.
Al margen de estos pequeños detalles bibliográficos que lo hubieran mejorado, este es un libro absolutamente riguroso en su realización, recomendable en todos los sentidos y de un enorme interés sobre las clases de piedras y sus usos en el mundo griego, aun cuando, como dijimos, el autor, Teofrasto dedica muy pocos párrafos a las piedras semipreciosas u ornamentales, que es el campo donde, ya en época antigua, más se avanzó.
Notes
1. Por ejemplo, de Mély, F., Les lapidaires de l’Antiquité et du Moyen Age, Paris 1902, p. II.
2. En el manuscrito árabe, suppl. 876 de la Bibliothèque Nationale de Paris, titulado Le livre des pierres d’Aristote de Luca ben Serapion, se indica precisamente su autoría aristotélica incierta, lo que se confirma por su contenido puramente alquímico. Por otro lado, en el Lapidario de Alfonso X el Sabio, que es un conjunto de cuatro libros distintos, se dice que el primero se encuentra atribuido al sabio árabe Abolays, que estudia las piedras y sus propiedades “ según los grados de los signos del zodíaco ” siguiendo la obra de Aristóteles. Difícilmente el filósofo habría escrito un tratado sobre piedras y astrología.
3. Zwierlein-Diehl, E.: Antike Gemmen und ihr Nachleben, Walter de Gruyter, Berlin – New York, 2007, pp. 20-24.
4. Zwierlein-Diehl, E., cit. pp. 35-43.
5. Zwierlein-Diehl, E., cit. pp. 47-53.
6. Zwierlein-Diehl, E., cit. pp. 45-46.
7. Zwierlein-Diehl, E., cit. pp. 47-52. Los griegos tenían noticias «literarias» sobre las riquezas minerales de Persia y de la India a través de las obras de Ctesias de Cnido. Este, hecho prisionero en la guerra, fue llevado como cautivo a Persia, donde actuó como médico de Artajerjes, al que curó de las heridas recibidas en la batalla de Cunaxa en 401. Residió muchos años en Persia, y en 398-397 vuelve a su patria, donde escribió varias obras de geografía y de historia natural. En su obra Cosas de la India, que nos ha llegado fragmentada, habla en §6 de la gema pantarbas; en §11 de “las piedras preciosas que forman montañas, de las que se extrae el sardónice, el ónice y otras gemas”; y en §36 sobre el ámbar . Una versión española de Ctesias se puede leer en: Gil, J., La India y el Cathay. Textos de la Antigüedad Clásica y del Medievo occidental, Madrid, 1995, pp. 151-170.
8. Chantraine, P., Dictionnaire étymologique de la langue grecque. Histoire des mots, París, 1980, 2 ª edición 2009.
9. Halleux, R. / Schamp, J., Les lapidaires grecs: lapidaires orphiques, kérygmes lapidaires d’Orphée, Socrate et Denys, lapidaire nautique, Damigéron-Evax, Paris 1985. Les Belles Lettres. Todos estos lapidarios son, en sentido y contenido, opuestos al de Teofrasto.
10. Eichholz, D.E., Theophrastus. De lapidibus, Introduction, Text, Translation, Commentary, Oxford, Clarendon Press, 1965.